Good Beer Hunting

El Pub, La Granja, y el Bosque — Retorno a Narnia

“¿De donde son las damas?” preguntó el barman. 

Era una pregunta obvia. Acá nos encontrábamos con nuestros acentos americanos dentro de East Gippsland, una de las partes más aisladas de una ya remota área rural de Australia. Mi madre y yo éramos las únicas clientes en una noche de viernes en el Hotel Bellbird, un pub que se posa en la carretera entre Orbost y Cann River— dos pequeños pueblos en el medio de un bosque de clima templado en Victoria del Este.

bar.png

Mientras conducíamos desde Bairnsdale, la ciudad aceptable más cercana (por “ciudad,” Me refiero a un lugar con un hospital y una población mayor a 10.000 habitantes; por “cercana,” me refiero a 150 km de distancia), el terreno se volvió más íntimo, húmedo, más frondosamente claustrofóbico. Helechos verticales y una huerta de árboles de eucalipto abrazaban la vía de dos canales. La señal de telefonía se volvió cada vez más pobre.

Habíamos conducido seis horas desde Melbourne el día anterior, deteniendonos en cada pequeño pueblo en el camino. Nos encontramos recreando un viaje hecho por mi madre 40 años antes. Ella conoció a mi padre en New England, en el momento en el que él trabajaba allí a principios de la década de 1970. Eventualmente él la convenció de venir a Australia con él, donde era propietario de una granja en la remota East Gippsland, en un lugar llamado Club Terrace. 

“¿Ésta casa tiene una cocina?” preguntó ella. El le aseguro que tenía una. 

En el momento en que ella llegó, las vías estaban en su mayoría sin pavimentar y el bosque invadía las rudimentarias carreteras mucho más de lo que lo hacen ahora. Club Terrace no era más que un código postal asignado a unas pocas granjas y cuatro aserraderos. Su lugar insigne era una pequeña tienda de abarrotes que también actuaba como oficina postal, solitaria en el bosque en una intersección a la salida de la vía aún sin pavimentar. Sabías que debías comenzar a buscar el desvío cerca de 10 minutos después de pasar el Hotel Bellbird.

Para los estadounidenses sueno australiana. Para los australianos, sueno americana. Donde sea que esté, sueno como si fuese de un lugar distinto. Donde sea que esté, tengo la sensación de ser de otro lugar.

La cocina que le prometió era un espacio amplio sin suelo de madera, junto a una casa de tres habitaciones calentada con estufa de leña. Tenía una pequeña cabaña en la parte exterior, que usaban para dormir. Estaban tan lejos de New England como alguien podía estar. Mi padre llamaba a la granja “Narnia.”

¡Pero la tierra! Narnia se sentaba entre un río, un arroyo y una colina, con potreros y zarzales y una modesta huerta a un lado de la pequeña casa de madera. Habían más aves de las que mi madre visto o escuchado en su vida. La tierra se sentía casi opresiva, pero al mismo tiempo maravillosa y extraña.

Yo nací el año en que ella llegó, en la cabaña donde dormían. Mi madre no tenía mucha confianza en su doctor del hospital de Bairnsdale, quien insistió y trató de convencerla que sus caderas no eran lo suficientemente anchas para dar a luz. Así que mi padre—quien había comenzado pero no acabado la carrera en medicina antes de obtener un PhD en algo completamente diferente—compró un libro de obstetricia, y decidieron hacerlo por sí mismos. Mi madre asegura que yo pude haber sido el primer parto casero planificado—luego de descontar las generaciones que lo hacían de esta manera antes que los nacimientos en hospitales se convirtieran en la norma—en el Estado de Victoria. 

Mi padre me trajo al mundo. Nadie más estaba presente, excepto una cabra llamada Trilby. Mis padres no tenían una báscula, así que luego de dos días condujeron a la oficina postal/tienda de abarrotes de Club Terrace y me colocaron sobre la báscula postal. Apenas marcaba hasta nueve libras. Saludable y feliz, pesé más que eso. 

Mis primeros recuerdos están divididos entre la granja y Cambridge, Massachusetts, donde viví por un par de años cuando era muy pequeña. Pero fue en Narnia donde mi sentido del yo tomó forma. Trepaba árboles en la huerta, salvaba lagartijas de las fauces de nuestros gatos, perseguía a las vacas, recogía frutas frescas de los árboles y fresas del gran huerto de fresas de mi padre en la parte trasera de la casa. En la primavera, un surco en el potrero al lado de la casa se llenaba con agua de lluvia, formando un pequeño pozo con fondo de pasto, y lirios del valle florecían por doquier. De noche soñaba que era la reina de las hadas. 

Y el primer pub, la primera comida fuera de casa—y el primer espacio público que recuerdo—es el Bellbird. Una vez, con apenas tres años traté de comprarle un trago a un motociclista en su bar. Mis padres y yo frecuentemente solíamos cenar allí los fines de semana y recuerdo el aroma de la alfombra manchada con cerveza en ese pub de manera tan clara como el aroma de la húmeda primavera en el bosque y la granja que lo rodea.

Partimos a Melbourne cuando estaba por cumplir cuatro años. Mis padres se separaron cuando tenía siete, y mi madre regresó a los Estados Unidos cuando yo era una adolescente petulante. (Me resistía a la mudanza, pero también me resistía a cualquier cosa que me ofrecieras.) Para el momento que abandoné Australia, ya había pasado más de una década desde la última vez que visité el Bellbird.

gate.png

En 2017, luego de pasar toda mi vida adulta en los Estados Unidos., Me mudé de vuelta a Australia. Mi madre aún vive en Los Angeles. “¿De dónde eres?” es una pregunta que he escuchado cada día durante casi treinta años. Para los estadounidenses sueno australiana. Para los australianos, sueno americana. Donde sea que esté, sueno como si fuese de un lugar distinto. Donde sea que esté, tengo la sensación de ser de otro lugar. 

Una de las razones principales para volver a Australia, arrastrando a mi propio hijo reacio conmigo a través del profundamente desorientador viaje que altera todo el curso de tu vida, fue para pasar más tiempo con mi padre. Llegué acá justo a tiempo, o tal vez no lo suficiente, dependiendo de como lo mires—o mi estado de verguenza. Era una persona muy vital a los 83 años cuando llegué, y murió un año después tras una breve enfermedad.

Mi padre podía ser el hombre más suave y amable del mundo. Pero también podía ser estoico, algunas veces al extremo.

Unos días luego de su funeral, mi madre apareció para en una visita desde los Estados Unidos, apenas la segunda visita desde su cambio de residencia casi 30 años atrás. Decidimos hacer un viaje. estaba emocionada y nostálgica, señalando algunos puntos de referencia, recordando la época en que recorrió estos caminos junto a mi padre y luego conmigo.

Mientras tanto yo, era un mezcla de estrés, tristeza y shock. La oculté detrás de una fachada de dureza al igual que mi padre frecuentemente hacía cuando sentía emociones incontrolables. El podía ser el hombre más suave y amable del mundo. Pero también podía ser estoico, algunas veces al extremo. Me sentí habitada por su resistencia a las emociones revueltas; las mareas de tristeza y supresión se agitaban dentro de mí a medida que conducíamos para adentrarnos cada vez más al bosque.

Cuando vivíamos allí, los cuatro aserraderos en Club Terrace cerraban a primera hora de la tarde los viernes y los trabajadores iban directo a el Bellbird. Para las 4 p.m., el lugar estaba repleto. Cuando mi madre y yo llegamos a las 5:30 p.m. en una noche de viernes el pasado Diciembre, eramos las únicas clientes. El bartender parecía estar perplejo de que hubiese alguien, mucho menos dos mujeres americanas buscando cenar. Un cartel en la entrada comunicaba que el pub estaba en venta. Ordenamos algo de comer, y dos Coopers Sparkling Ales, y le preguntamos durante cuánto tiempo había estado administrando el lugar.

“Quince años y medio,” dijo. “Creo que mi tiempo ha acabado.”

Mi madre preguntó si alguno de los aserraderos aún funcionaba en Club Terrace.  

“No,” dijo. “Han estado cerrados por más de quince años.” Su primer día como propietario de bar fue el último día de operaciones del último aserradero. 

“Wow. Que oportuno,” comentó mi madre en tono humorístico. 

“No,” dijo, “En realidad no tanto.”

Antes, mientras conducíamos hacia la granja, la antigua oficina postal de Club Terrace lucía como si hubiese estado abandonada durante décadas, su pequeña estructura de madera había sido consumida e infiltrada por el bosque. Tomamos un estrecho camino de tierra desde ahí, pasando a través de granjas muy bien conservadas de antiguos vecinos, mientras mi madre se cuestionaba sobre cada familia y sus paraderos.

Cuando llegamos al portón de la granja, estaba abierto. Condujimos hacia la entrada, pasando el potrero que conducía al río. La antigua casa seguía allí, aunque oscurecida por algunas adiciones mal hechas, muros y estructuras que parecían como un fuerte de cartón hecho por un niño, como el de una barriada. El jardín anexo a la casa estaba esparcido de juguetes plásticos, un auto roto, y un autobús pintado con signos de la paz y citas de John Lennon. Los perros ladraban a nuestra llegada. Detuve el auto a una distancia considerable de la casa, sintiendo la ansiedad de una intrusión. Este es el tipo de lugar al que te mudarías si no quisieras recibir visitas.

El campo tenía el pasto alto y lleno de zarzamoras. Bajamos del auto y mi madre caminó hacia la casa a ver si había alguien. Me sentí arraigada en el lugar y anclada a la tierra. Pequeñas aves revoloteaban alrededor de los cercos perimetrales. Era sobrecogedor, cerrado y aislado. Los potreros dilapidados se sentían como si estuviesen llamandome a rescatarlos. Era todo tan verde—mas verde que cualquier verde que he visto antes, maravillosamente y asfixiantemente verde. ¿Existe algún libro de C.S. Lewis donde los niños, ahora adultos, regresan a Narnia y lo encuentran descuidado y en ruinas?

Mi madre se acercó a la casa llamando, pero nadie respondió.

 
store.png
 

Más tarde, de vuelta al pub, su propietario nos contó que alguien llamada Nellie había comprado la granja unos años atrás. Conversando sobre otras personas en el área, usaba sus apellidos, pero con Nellie no lo hizo. No hacía contacto visual con nosotras mientras hablaba de ella, haciendo lo que hacen las personas del interior cuando tratan de no hablar mal de su propia gente frente a extraños. 

“Es un tanto complicado estos días,” dijo.

Me sentí aliviada cuando mi madre regresó al auto. Pero cuando llegamos al tope de la entrada, bajó del auto de nuevo. “¡Bajemos al río!” En un instante había desaparecido entre las zarzas, llegando hasta la pendiente pronunciada de la ribera del río, llamándome para que la siguiera. A sus 70, aún es pequeña y bastante hábil, mientras yo me sentía grande, torpe e insegura de mis pasos, en comparación. Siempre me he sentido de esta manera con respecto a ella, y ella siempre ha decidido continuar, alentándome a hacer este tipo de cosas que me atemorizan, o que simplemente no quiero hacer. 

Mi madre siempre ha decidido continuar, alentándome a hacer este tipo de cosas que me atemorizan, o que simplemente no quiero hacer.

Traté de mantener su paso, pero era demasiado: la yuxtaposición entre nosotras, la obvia presencia de mi padre y su aterradora ausencia. Esto había sido su tierra, su vida. Él amaba este lugar tremendamente. Y aquí me encontraba, descuidada, y aquí me encontraba atrapada en esta intimidad, su magia, el lugar de mi nacimiento y no podía decirle esto porque no estaba. Me paré al tope de la cresta y lloré mientras mi madre chapoteaba feliz en la ribera del río más abajo.

Una hora después, cuando el propietario de Bellbird nos preguntó de dónde éramos—Esa pregunta que me hacen en cada lugar, cada día—mi cabeza giró a través de mis respuestas usuales. Es complicado. Las 2.000 palabras anteriores son honestamente apenas la punta del iceberg.

Miré a mi madre, buscando una respuesta apropiada, y sonrió mientras veía la expresión de shock en mi rostro.

“Nací en Club Terrace, Victoria,” Dije. Y luego, por primera vez en mi vida: “soy de acá.”

Textos, Besha RodellIlustraciones, Justin Santora Language

dev mode test